Las polacas
El uruguayo se encontró con las polacas cuando ya había dado la noche por terminada y volvía a su piso del otro lado del Borne. Hacía mucho calor. Ellas estaban sentadas en un banco del Paseo. Él las saludó ladeando la cabeza, mostrando una variante de sonrisa bien ensayada y prolongando el hello como el reel del pescador que prolonga la tanza. Ellas devolvieron casi a coro la sonrisa y el saludo. Parecían hermanas pero no lo eran. Las dos tenían el pelo extremadamente claro y los ojos azules, eran esbeltas y muy bonitas, pero una de ellas era sutilmente más atractiva. El uruguayo terminó sentándose en una punta del banco e improvisando unos minutos de small talking. Eran las cuatro de la mañana y ya no tenía ganas de entrar en otro bar. Finalmente las invitó a su piso a tomar unas cañas y escuchar algo de música. Las polacas intercambiaron unas palabras en su idioma y fue Anna, la más atractiva, la que le dijo que no. No lo conocían y les daba un poco de miedo su propuesta. Que fuera Anna la que tomara el rol de vocera -además de la forma en que levantó sus manos pequeñas para ayudarse en la explicación y, de manera encantadora, suavizar la negativa- lo alentó a quedarse un rato más. Cuando pasaron unos paquis las invitó con un par de cervezas. Al volver al banco aprovechó para cambiar de lugar y sentarse del lado de Anna.
Ellas eran de un pequeño pueblo de norte de Polonia. Habían llegado hacía un par de semanas y se sentían un poco abrumadas por el frenesí, sobre todo nocturno, del Gótico y sus alrededores. ¿Qué pasa con las rubias en Barcelona?, preguntó Anna. El uruguayo entendió la pregunta enseguida: después de cinco años todavía le producía vértigo la gran cantidad de europeas del Este y del Norte, un verdadero desfile de rubias altas y de ojos claros que, partiendo desde Gracia, atravesando todo el Ensanche y llegando hasta el más angosto de los pasajes del Gótico, generaba con frecuencia la efusiva reacción de -sobre todo- árabes y latinos, efusividad que crecía con la llegada de la noche. Algo de eso trató de explicarles con su mejor inglés.
Se quedaron hablando más una hora. Hubo una segunda tanda de cervezas que pagaron las polacas. La amiga de Anna fue a buscarlas y fue cuando él aprovechó para tomarle la mano y besarla.
Era casi de día cuando las acompañó hasta la pensión donde paraban. Por suerte quedaba sólo a una cuadra. La amiga se despidió y él se quedó con Anna en una especie de zaguán. Se besaron durante un rato, hasta que él decidió probar de nuevo. La invitó a su piso a desayunar. Anna levantó sus ojos azules y dijo, suspirando:
-¡Pero soy polaca!
Y a él le pareció que ella era la más linda y la más inocente de todas las campesinas del norte de Polonia, y que ahora sí, la noche estaba terminada.
Comentarios
Publicar un comentario