Pájaros I

Qué placer escuchar el graznido nocturno de los caranchos. Hace dos o tres años que se mudaron a los eucaliptos de la costa. Llegaron desde la isla. Saben que cuentan con ella cubriéndoles las espaldas, y que siempre pueden volver ahí. Creo que por eso se animan a desafiar la ciudad y vivir en ese límite que, felizmente por ahora, le impone el río. 
En general se los ve de día, sobrevolando el parque, perseguidos por otras aves que, más pequeñas y más ágiles, en pleno vuelo les tiran picotazos para defender sus nidos. Pero su momento de esplendor es la noche. Cuando los oigo corro a la ventana para mirar su vuelo fantasmático, casi irreal. Avanzan sobre los edificios, se posan en alguna baranda y hasta en el antepecho de alguna ventana. Sería fantástico saber que incluso tomaran posesión del suelo. Qué placer escuchar su grito en medio de la noche, y sentir ese estremecimiento que baja a la pelvis, ese pulso salvaje y primigenio, esa profunda forma del ser vivo.


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