Pájaros IV

Foto: F. Pellegrinet

Cae la tarde. Las gaviotas y los patos pasan sobre la ciudad, ignorándola en su vuelo migratorio. En el parque, los gorriones transforman las copas de los árboles en agudos sonajeros. Benteveos y calandrias se disputan el último grito del día. Una pareja de golondrinas, desconociendo el movimiento general de más arriba y más abajo, se abandona al cortejo bañada en los últimos rayos de sol. Esta coreografía en los bordes, o en los huecos de cielo y verde que todavía permiten el asfalto y el cemento, ofrece durante el verano un programa diario, gratuito, puntual, indiferente al número de espectadores.
Esta tarde existe al menos uno. Es un hombre que mira desde su ventana y, recorriendo la escena, se detiene en la de los patos avanzando hacia el noreste. Será una señal para hacer el viaje a Brasil. Enseguida se cuestiona la asociación, tan arbitrariamente esa en el millón de combinaciones posibles entre lo que ve allá afuera y lo que va surgiendo en la zona clara de su mente. Además, ¿por qué los patos y no, por ejemplo, un avión que en ese mismo instante pasa volando hacia el oeste? Porque con los pájaros me pasa algo especial. Suelo tener encuentros que... Una poética forma de egoísmo, creer que la naturaleza le esté hablando sólo a él. Innecesario, además: hay decenas de motivos reales para viajar a Brasil. El hombre abandona la ventana. Irá a Brasil y dejará que la razón se atribuya el viaje. Pero en algún lugar, replegado mansamente, sabedor de su triunfo, late minúsculo ese sentido mágico que pertenece a todos los hombres y que, a lo largo de los siglos, ha encontrado belleza y significado en los pájaros; portadores leves, esquivos y recurrentes como los sueños o los astros.


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