La chica del surfer

Foto: F. Pellegrinet


Bonita, escultural, bronceada, sentada en la arena o caminando, ella espera. Mira el mar. No lee, no toma sol, no habla con nadie. No practica el deporte más popular de la playa: mirar a los demás. Ella sólo mira el mar, lejos, donde está él. Allá, en el agua, algunas mujeres surfean. Ella nunca, sólo ama el surf como acto de su hombre. Y amando el surf de su hombre, lo ama a él.
En algún momento ella se para, o se detiene, se pone en alerta. Su hombre está volviendo. Empieza a caminar sobre la línea de espuma que deja el agua en retirada, ajusta su posición hasta encontrar el punto exacto en que lo dejarán las olas. Lo recibe con un beso. Lo acompaña, él extenuado, hasta el lugar donde se instalaron hace un par de horas ya bien entrada la tarde. Le sirve algo de tomar. Escucha la síntesis de la jornada, tamaño y forma de las olas, viento, temperatura del agua, alguna proeza mayor o menor. Por un rato más él seguirá en acto, limpiará y enfundará la tabla, se dejará puesto su traje de neoprene hasta perder el frío. Ella, mientras tanto, lo mirará y lo escuchará con ese mismo amor. Y él tendrá suerte si prolonga el estado fuera de la playa. Pueden ayudar el peinado, la ropa, amistades, música, lugares, las bebidas, comida o drogas que elija. Pero sobre todo, cierta actitud de extrañamiento, como si nunca se dejase totalmente el mar. Si él no logra -o no quiere- ser un surfer de tiempo completo, deberá esperar por ese amor de su chica hasta mañana. De un modo u otro, éste volverá en todo su esplendor recién allí, cuando él vuelva a tomar su tabla y se interne en las olas. Porque ella ama más que nada a ese hombre que surfea, fuerte, valiente, solitario, lejos.



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