La sensación de volar

Foto: Ticiana Navarro


Es el décimo verano de la vida, es de noche, y un juego, o un encargo de la madre, algo quiere que el chico tenga que ir hasta el fondo de la casa de Alberdi, a aquel lugar que insisten en llamar garage pero que jamás ha alojado un auto. Hay que hacer unos treinta metros, primero por un pasillo lateral, luego bordeando el patio que, semioculta entre las plantas de la medianera, sólo ilumina una escasa farola de hojalata verde. Contra el otro lado, cinco cipreses enormes se levantan para sostener el cielo negro y dominar la escena como guardianes inquietantes. El niño los escucha sisear con el viento como si desaprobaran su presencia; mirándolos todavía de reojo abre el portón de chapa y busca la llave de la luz. Para no reconocer el miedo, obedeciéndolo a la vez, se abandona al impulso infantil de hacer todo, lo que fuese que iba a hacer, a la mayor velocidad posible. Otro detalle que justifica el nombre de ese lugar y la inquietud del chico: la inútil fosa de taller mecánico clausurada con tablones que esconden un abismo grave, oscuro y resonante. Si alguien le hablara del temor atávico del hombre, él, que todavía conoce del mundo poco más que su casa, pensaría en aquella fosa.
Terminado el juego, o el encargo, cierra el garage y vuelve a la casa corriendo. Cerca ya de la entrada, tal vez festejando el regreso, estira las zancadas al máximo, y es en la última que sobreviene la certeza de permanecer en el aire mucho más tiempo de lo previsto. Tocar tierra de nuevo ha sido apenas una decisión arbitraria. Seguir flotando hacia la calle, sobrepasar la reja blanca del portón, perderse en el túnel de plátanos que termina en la barranca hubiera sido también posible. Entra a la casa sintiendo una felicidad absoluta. Decide no contárselo a nadie.


(Serán pocos los recuerdos de infancia tan felices como éste. Mucho tiempo después, quizás él mismo, es decir otro, lo ataque con una descripción científica: aquel último salto se inició eventualmente en ángulo semirrecto, con lo que la trayectoria de la parábola logró el máximo... Tal vez intente una interpretación psicológica. Ninguna de la dos cosas tendría sentido. Serían en todo caso una traición a este chico solitario y tímido que se refugia en las novelas de Salgari y Stevenson, que quisiera vivir entre piratas del siglo diecinueve, que tiene miedo de los chicos de su edad porque lo salvaje de la niñez le es casi ajeno; a este chico que reflexiona, hasta el dolor de cabeza, sobre la nada y el infinito, y que al mismo tiempo sufre percibiendo la belleza de un mundo físico que le estará vedado por muchos años.)


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